La vida y la muerte en la poesía de Miguel Hernández
LA VIDA Y LA MUERTE EN LA POESÍA DE MIGUEL HERNÁNDEZ
Juan CANO CONESA
Nota previa: Todas las referencias que hagamos a los números de páginas citados en el presente trabajo se refieren a la obra Miguel Hernández. Antología poética. Edición y guía de lectura José Luis Ferris, Ed. Espasa Calpe (Austral Poesía), Madrid, 2000, 2007.
Casi la totalidad de los especialistas en la obra de Miguel Hernández, han observado la estrecha relación que existe entre la biografía y la creación lírica del poeta. Y es cierto. En todas las biografías de Miguel Hernández, la mejor de las cuales es, en nuestra opinión, Miguel Hernández. Pasiones, cárcel y muerte de un poeta, de José Luis Ferris, se hace una documentada relación de acontecimientos asociados a la vida del poeta y una incardinación muy acertada de dichos acontecimientos en la producción poética del escritor oriolano; en ella observamos cómo ambas realidades son inseparables. Pero más allá de los asuntos biográficos –a los que, evidentemente, aludiremos cuando el análisis temático de su poesía lo requiera- iniciaremos una línea de reflexión que tiene como objeto la contemplación de un proceso: la obra de Miguel Hernández es como una vida, con sus balbuceos iniciales, sus momentos de empuje juvenil, sus alardes de autoafirmación personal y sus convicciones de que no queda más remedio que aceptar la realidad como una pena, como una sucesión de heridas. Dicho esto, nos podemos permitir adoptar una visión rotunda y definitiva sobre lo que consideramos elemento infalible: la vida no es más que una maquinaria de destrucción o, como dice Heidegger, “el hombre es un ser para la muerte”. Pues bien: parece que toda la producción del poeta es una constatación de la terrible definición del filósofo existencialista.
En la poesía de Miguel Hernández se da perfectamente un discurrir dramático que comienza con la vida más elemental y balbuceante, una vida casi festiva, inconsciente y de ficción, que poco a poco –conforme se va configurando el sufrimiento y se va desarrollando la historia personal del escritor- acaba por deslizarse por la pendiente de la tragedia. Ahora es cuando ya podemos repetir sin prevención alguna lo que anteriormente decíamos: la vida y la obra de Miguel Hernández son inseparables, porque el hombre vive para la poesía, al tiempo que la poesía es el termómetro constante de las embestidas de su humanidad desbordante, de su pasión, de su reciedumbre, de su vida, de su obsesión poética: “En mis años de poeta –afirma Pablo Neruda de Miguel Hernández en Confieso que he vivido-, y de poeta errante, puedo afirmar que la vida no me ha dado contemplar un fenómeno igual de vocación y de eléctrica sabiduría verbal”.
Incluso en situaciones infaustas, demostró una gran calidad humana. Lleno de humanidad, callado, retraído y a veces impredecible, adquirió pronto la sabiduría de la privación y de la escasez. Pero también era espontáneo y dicharachero cuando la ocasión lo requería: podía perfectamente contar chistes, canturrear para animar a sus compañeros de cárcel o ayudar generosamente a sus vecinos de celda[1].
Sobrecoge el proceso vital que recorre la obra de Miguel Hernández. Independientemente de los estilos, tendencias literarias o influencias a los que los adscribamos, la mayor parte de los primeros poemas (fundamentalmente, hasta los que integran El rayo que no cesa), contienen un soporte de cierta despreocupación consciente, de vitalismo despreocupado y hasta, en ciertas ocasiones, de optimismo natural: en esta época su vida va por un camino (sueña con poder vivir para dedicarse a la poesía) y su obra por otro (contempla el mundo desde la perspectiva de sus poeta leídos y admirados). Quizás sea una osadía afirmarlo con rotundidad, pero podríamos afirmar que el primer espacio poético hernandiano estaría contagiado por la idea del primer Jorge Guillén, el de Cántico, el de la armonía esencial, el que proclamaba que el mundo estaba bien hecho.
Son muchos los poemas en los que se rinde homenaje a la naturaleza con un júbilo casi exultante: las plantas, las piedras, los bichos... todo lo vivo es bello, todo lo vivo inspira una gracia contagiosa y sin aristas. Lo natural es fuente de experiencia, en la que se presenta un rico caudal de imágenes y una especie de fundamento de vida dedicada a vivir, de vida dedicada a leer y a escribir. En estos poemas se nos presenta un Miguel alborozado y vital que busca en la Cruz de la Muela, en la colina de San Miguel o en las huertas de Orihuela el refugio apetecible de los clásicos para cantar los desdenes de la amada, la esperanza de una respuesta amorosa, los silbos del ruiseñor, los quebrantos de las tórtolas, la flor del trigo o, sencillamente, la armonía de la naturaleza. Pero más allá de la vida que confiere a las cosas, el vitalismo de Miguel Hernández percibe las cosas como si estuvieran vivas: la piedra amenaza, la luna se diluye en las venas, la breva es una madrastra, la palmera le pone tirabuzones a la luna, la espiga aplaude al día. La vida. Aquí no hay muerte; si acaso, una muerte anunciada por la llegada de los atardeceres, esos que sorprenden al poeta leyendo junto a un ciprés, mientras se encienden las estrellas y se apaga la luz. Queda flotando un silencio macizo que se recuesta sobre las frondas mientras expira la belleza desgraciada de la tarde.
Sobrecoge el cariño arrebatador con que el poeta contempla la naturaleza, esa exaltación de lo insignificante, ese pulimento de hedonismo levantino con que canta la belleza del vivir por el vivir: “Lagarto, mosca, grillo, reptil, sapo, asquerosos / seres, para mi alma sois hermosos. / Porque Iris, señala / señala con su regio pincel, / vuestra sonora ala y vuestra agreste piel. / Porque, por vuestra boca venenosa y satánica, / fluyen notas habidas en la siringa pánica. / Y porque todo es armonía y belleza / en la naturaleza” (página 65). La naturaleza es uno de los grandes tópicos de su obra, porque forma parte de su vida, de sus orígenes, de sus lecturas. Sus primeros poemas son, según Ferris, “apuntes líricos, de estampas ajustadas a la geografía levantina que ilustró su niñez y que emplea oreándolas de bucolismo, amparándose en su capacidad sensitiva para captar los matices, las sensaciones que en él despierta el paisaje terruño” nos explica José Luis Ferris. En sus poemas descubrimos una naturaleza sentida como lector de la poesía del Siglo de Oro, una aire de égloga se escucha entre los versos, sobre todo, de sus primeras creaciones. Nos encontramos con pastores enamorados, ninfas y sátiros que expresan sus sentimientos en un entorno que evoca el locus amoenus.
Es el mismo Pablo Neruda quien se siente sorprendido por la lealtad que profesaba Miguel a sus orígenes: “El canto de los ruiseñores levantinos, sus torres de sonido erigidas entre la oscuridad y los azahares, eran para él presencia obsesiva, y eran parte del material de su sangre, de su poesía terrenal y silvestre en la que se juntaban todos los excesos del color, del perfume y de la voz del Levante español, con la abundancia y la fragancia de una poderosa y masculina juventud”.
Francisco Umbral, en “Miguel Hernández, agricultura viva”[2] afirma que el oriolano “es el hijo pródigo de la naturaleza, que la abandona un día, la sustituye por la cultura y luego volverá a ellas para siempre. La historia de ese alejamiento y ese retorno, de esa reconquista lenta de la naturaleza en su obra y en su vida, constituye la médula misma de su biografía interior…”
Y si algo de pena se incrusta en la poesía de la época anterior a la del Rayo que no cesa, e incluso a la de Perito en lunas, se trata de una pena más literaria que vivida, esa especie de melancolía que lo acerca más al dolor artificial e imitado que a la pena real en la que, más tarde, quedará existencialmente enredado. Esa pena a la que aludimos es literaria, ficticia, virgiliana (el poema “Pastoril”, en la página 70, recrea modulaciones bucólicas de los clásicos latinos y españoles, como hemos dicho anteriormente), pero legítima, porque, como dice el mismo Miguel Hernández, “la poesía es una bella mentira fingida”. Algunas de esas mentiras fingidas se posan en las ramas de los árboles que pueblan los árboles azules de luna (“Soneto lunario”), se hunden en las albercas, dibujan la risa de “Un gesto del alba”, o aprenden las lecciones de las aves que cantan su lección de armonía en un “Día armónico”. Hay una vida contemplada, ajena, vida palpitante en sus primeros poemas. Según Gloria Guardia, “hasta que no sufre la muerte de personas cercanas o las de la guerra, la muerte es un sentimiento más literario que real”. A propósito de esta alusión a la muerte de personas cercanas, permítaseme hacer un breve paréntesis para desmentir algo que ha venido diciéndose con frecuencia: que la primera experiencia de muerte de un ser querido fue la de Lolo, personaje al que Miguel Hernández dedica su “Elegía al guardameta”. Y ello, porque el tal Lolo (Manuel Soler, jugador del equipo de fútbol de Orihuela), no murió durante el partido. Afirma Pedro Collado Soler que sí se hizo una gran herida en la cabeza al ir a parar un balón. Por tanto fue la imaginación del poeta la que creó esa muerte (Lolo sería conducido a la cárcel alicantina en la que murió Miguel, pero no tuvo oportunidad de ver al poeta, que ya estaba agonizando). Esta elegía inspiró una tremenda secuencia narrativa a Salvador García Jiménez, quien en Coro de alucinados[3] dejó escrito lo siguiente:
Se escuchó el silbido de la fuerte respiración del jugador que sacó el córner. El Comba avanzó hacia el portero; saltó más allá de sus manos; se aplastó su nariz contra el balón que dio un segundo beso a las redes. Pero de la cabeza del Comba brotó una flor de sangre al rebotar en el larguero: sin peso, un segundo rebote en las espaldas de un jugador le subió a las redes y quedó apresado por ellas, sin tocar tierra, la mirada hacia el cielo, muerto definitivamente, pescado por Dios para su reino. Atrapado en las redes, parecía el jugador más hermoso de cuantos existieran. Las gargantas enronquecían, los ojos se desorbitaban. Jamás asistieron a un espectáculo igual. Y sin saberlo, entonaron un requiem improvisado –no podía ser otro para la inmensa sed del Comba–: «¡A la bin bon ban; el Comba, el Comba, y nadie más!» (1975: 287).
Lo dicho: que suena la vida, la lira y los torrentes. El poeta ordeña en cuclillas, celebra la risa de las granadas o escucha “más de un trillón de aves” que cantan bajo la batuta del profesor Sol. Claro que no hay canto más impresionante a la vida que el bellísimo poema en el que el amor se libera de la insoportable tristeza circundante (hemos dado un salto grandísimo en la poesía y en la vida de Miguel) e instala el centro del tiempo y del universo en el vientre de la mujer amada: “Menos tu vientre, / todo es confuso” (pág. 291). Pero no adelantemos acontecimientos y volvamos al transcurrir convencional de la vida y de la muerte.
Tras la exaltación de la naturaleza, llega la melancolía, que no es más que una interiorización de la vida circundante: hay un toque de muerte que inunda de tristeza el paisaje y que unge de tristeza al poeta. Sigue habiendo mucho de campo y de vida provinciana en Perito en lunas, macerados en un gongorismo hermético y de construcción sintáctica compleja. Imaginamos que esa complejidad formal respondería a una voluntad de exhibición que, como algunos estudiosos sostienen, supondría un intento de justificar su competencia, al margen de su condición de cabrero provinciano. En cualquier caso, y al margen de las interpretaciones y juicios de valor que se pudieren articular en torno a su estilo, a nosotros nos corresponde concluir que ahí queda la vida como concepto subyacente y aglutinador de vivencias y de temas. Porque Miguel Hernández va incorporando vivencias a su poesía, de la misma manera que su vida se va nutriendo de poesía: poesía vivida y vida dramáticamente poética, en definitiva. Esa incorporación viene dictada por la enorme personalidad del propio poeta que “tizna cuando estalla” (como la pena), que oscurece o ilumina cuanto trata, cuanto toca con su palabra encendida. En 1960 escribía Buero Vallejo “Miguel era un hombre a caballo entre la alegría y el dolor, entre la luz y la sombra (...) Hay poemas suyos en los que las palabras alegría, luz, sombra, se reiteran constantemente. ¿Por qué? Porque Miguel era ya un gran poeta trágico […] Él conoció tempranamente, dada su extracción humilde, el dolor, y después tuvo sobradas ocasiones de conocerlo a fondo de manera desgarradora; pero él, como verdadero hombre trágico que era, quería a toda costa, denodadamente, alcanzar la alegría [...] Recuerdo cómo le gustaba cantar y hasta cómo nos canturreaba cosas divertidas y un tanto chocarreras en ocasiones; solía contar también chistes. Y es que este hombre extraordinario era también un hombre como cualquiera de nosotros[4].
Un 28 de marzo de 1942, cuando moría el hombre, nacía un fuego inextinguible, aventado por el aliento poético de quien pronto llegó a convertirse en emblema, en mito universal. Cada poema de Miguel Hernández lleva cosido un jirón de vida y de muerte. Por eso, cuando se lee un poema, se rememora una existencia, es decir, una aventura dolorida y un desenlace atroz. Aquel aliento poético al que aludíamos fue alimento de una voz que llevaba prendida en la garganta el dolor y la rabia (“y llevo al cuello un vendaval sonoro”, afirma en el poema “Como el toro”, aludiendo a los mugidos del toro, del poeta). Ese “vendaval sonoro” viene a ser una de las figuras que mejor representan la coherencia del poeta: grito, mugido, rabia indisimulada, fracaso amoroso anunciado, rebeldía disonante y ronca, presagio de destrucción. La vida siempre se presenta amenazada por fuerzas incontrolables. Todo es un sino sangriento, un anuncio fatalista, una energía que encierra, en ocasiones, el germen de la destrucción.
Miguel Hernández llenó de vida –también de muerte- el centro de su poesía. Y la vida y la muerte –lo sabemos- configuraron la indisoluble asociación de una biografía y de una producción literaria.
Aquí estoy para vivir
mientras el alma me suene,
y aquí estoy para morir,
cuando la hora me llegue
[…]
Varios tragos es la vida
y un solo trago es la muerte (Viento del pueblo, pág. 215)
Todo lo que nace del corazón está condenado a vivir. Todo lo que nace del vivir está condenado a morir. Pero, en contra de cualquier idea almibarada y nostálgica de la muerte, la poesía de Miguel Hernández, fabricada en las dilatadas estancias del corazón, está llena de un vitalismo trágico en el que todo queda envuelto por un presentimiento funesto, por un fatalismo sobrecogedor:
Me dejaré arrastrar hecho pedazos,
ya que así se lo ordenan a mi vida
la sangre y su marea,
los cuerpos y mi estrella ensangrentada.
Seré una sola y dilatada herida,
hasta que dilatadamente sea
un cadáver de espuma: viento y nada. (pág. 201)
Retoma Miguel Hernández el tópico literario que institucionalizara Góngora en el soneto “Por competir con tu cabello” y que continuara Calderón de la Barca en su auto sacramental Los encantos de la culpa. La diferencia entre Góngora y el poeta oriolano reside en que la certeza del final viene precedida en aquel de una juventud representada por metáforas florales, mientras que en éste predomina un campo léxico lleno de vocablos de connotación abrupta y dolorosa. Allí están el oro, el sol, el lirio y el luciente cristal próximos a su transformación “en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”, mientras que aquí queda un ser hecho pedazos, su sangre, su estrella ensangrentada, su herida, próximos a su transformación en “un cadáver de espuma: viento y nada”
Todo es finalmente vida y muerte en la poesía de Miguel Hernández, al margen de los reconocidos símbolos y temas que la definen y la agrandan. Ese dualismo viene a significar un claro discurrir existencial y la inevitable disolución final. Ambos elementos configuran la imagen que Miguel posee del mundo. La vida y la muerte viene a ser una discordia que escinde su “yo”. La plenitud vital del toro, por ejemplo, está marcada por un destino trágico, por encima de esa masculinidad agresiva con que muge y se desangra. Su propia experiencia amorosa –sirva también como ejemplo este tema recurrente- contiene una palpitación destructiva muy cercana a la experiencia de la muerte (“los rostros manifiestan / la expresión de morir que deja el beso”). Porque, en definitiva, la muerte no es sino una fuerza interior indomable, que, en muchas ocasiones, viene reclamada por el sufrimiento y la desesperación inevitables. En El rayo que no cesa el poeta consigue “una maduración íntima del concepto del amor como destino trágico del hombre”, según José Luis Ferris. El amor es muerte, al tiempo que supone un impulso irresistible que busca la procreación, la búsqueda del vientre de esa criatura carnal que es la amada.
No queda lejos de ese destino la sangre, tópico que llega a constituir uno de los soportes fundamentales de la propia biografía y biología líricas (“un edificio soy de sangre y yeso”), además de una fuerza que convierte a los poetas en camino y viento (“Mi sangre es un camino”). También viene a representar una fuerza descontrolada que destruye (“Citación fatal”), una referencia mítica que proporciona gloria a los toreros, un jugo vegetal que alimenta (“Nanas de la cebolla”), una furia... La sangre es vida porque sale del corazón. Pero por encima de todo esto, la sangre es un complemento de la tierra, porque es vehículo de vida. La sangre viene a ser en Miguel Hernández pura materia sagrada.
Toda la obra del poeta oriolano está cruzada por una exaltación vitalista que, algunas ocasiones, llega a poner en duda el hecho de su propia existencia, fundida, al estilo barroco, con la muerte. Se nos revela, por tanto, un Miguel Hernández proverbial, lector y admirador de las grandes paradojas quevedescas (Gerardo Diego describe los sonetos del escritor oriolano como llenos de "sonora plenitud de quevedesco linaje”) y de las proverbiales dudas calderonianas:
Sigo en la sombra, lleno de luz: ¿existe el día?
¿Esto es mi tumba o mi bóveda materna?
. . . . . . . .
es posible que no haya nacido todavía,
o que haya muerto siempre. La sombra me gobierna.
Si esto es vivir, morir no sé yo qué sería,
ni sé lo que persigo con ansia tan eterna.
Llega a decir Miguel Hernández que la existencia es un rodar constante “a la desnuda vida creciente de la nada”. Y en esta carrera desbocada de paradojas, nos llama poderosamente la atención ese verso en el que en el limitado espacio ocupado por catorce sílabas se viven sensaciones interminables: no acaba de llegar la muerte que libera y, sometido al sobrecogedor dominio de la fugacidad, el poeta canta la hermosura de la vida, sinónimo del dolor: “¡Ay la vida: qué hermoso penar tan moribundo!”. La pena es la consecuencia de mil heridas cobradas en el campo de batalla del vivir. Pero en absoluta concordancia con el “hermoso penar” hernandiano, y a pesar de tantas heridas de amor y de muerte, todavía queda al poeta un último aliento… dolorido y agonizante, pero aliento. En “El hombre acecha”, el poeta ofrece en nombre de la libertad o, mejor, ofrece a la misma libertad sus ojos, sus manos, sus pies, sus brazos, su casa, todo: “Retoñarán aladas de savia sin otoño / reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida. / Porque soy como el árbol talado, que retoño: / porque aún tengo la vida”. El poema es una indisoluble unidad de vida mutilada y de aliento gozoso: el que proclama en el último verso.
Es muy característica esa lucha constante del poeta por conseguir la plenitud de cuanto va viviendo. Y el poeta absorbe todos los jugos de la naturaleza, vive todas las sensaciones de sus lectura favoritas, vive con pasión el amor como descubrimiento (Maruja Mallo), el amor como trémulo intento (Carmen Samper, apodada “la Calabacica”) el amor como ausencia (Josefina Manresa) y el amor como lejanía platónica (María Cegarra). Se va consumiendo en un sinvivir de búsquedas y definiciones que le encierran en el desconcierto, en la duda y en el pesimismo. De todo ese vivir quedan heridas profundas (“seré una dilatada herida”), ocasionadas por huracanes, tormentos, cuchillos, espadas, rayos e incertidumbres.
La vida y la muerte forman parte de un entramado sensual y arrebatado. Llegará la muerte cuando al poeta se le niegue el amor, cuando se le resista la plenitud gozosa de amar. Sin embargo, esa sensación de desaliento no dará la cara hasta que el poeta conozca la noticia de la muerte de Ramón Sijé. Ahí sí que sus versos se llenarán de rabia, de dolor, de hachazos, de heridas, de “rastrojos de difuntos”, de piedras, rayos y hachas, de dentelladas... Vivir es penar y morir: “No podrá con la pena mi persona / circundada de penas y de cardos: / ¡cuánto penar para morirse uno!”.
La muerte como asunto poético de primer orden es tema recurrente en Miguel Hernández, como lo fuera en Quevedo. En este sentido, José María Balcells analiza la presencia de Quevedo en el poeta oriolano: “el morirse a cada instante es una de las coincidencias entre los dos, pero el oriolano no poseía la suficiente disciplina mental como para controlar la idea de la muerte”. Concluye el profesor Balcells afirmando que la muerte es una tragedia para Miguel Hernández, mientras que para Quevedo es una tragicomedia.
No es necesario recurrir a los estudiosos de la obra de Miguel Hernández para concluir que los tres grandes temas de su poesía son los que él mismo declara en “Llegó con tres heridas”, poema perteneciente a Cancionero y romancero de ausencias:
Con tres heridas yo:
la de la vida,
la de la muerte,
la del amor.
Estas tres heridas vienen a configurar el ámbito temático de la poesía hernandiana. Si consideramos que la “herida” viene ocasionada por instrumentos o situaciones que agreden al poeta, llegaremos a la conclusión de que aquélla, la herida, es un elemento remático, consecuencia de los numerosos tópicos que configuran no pocos poemas de El rayo que no cesa. Veamos algunos casos: ‘cuchillo’, ‘rayo’, ‘espadas’, cornadas’, ‘cuernos’, ‘puñales’, ‘turbio acero’, ‘hierro infernal’, ‘pétalos de lumbre’, etc. De todos es sabido que estos instrumentos del dolor que proporcionan alguna suerte de herida, adquieren una expresividad dramática, agónica y desesperanzada en la elegía dedicada a Ramón Sijé. En ella aparecen unos términos que, acompañados por sus correspondientes adyacentes, configuran un mosaico de rabia y de dolor inconsolables: ‘manotazo duro’, ‘golpe helado’, ‘hachazo invisible y homicida’, ‘empujón brutal’, ‘tormenta de piedras, rayos y hachas estridentes’, ‘dentelladas secas y calientes’... Es insólito y decididamente genial el hecho de llenar de lirismo unos conceptos tan poco líricos como los citados. También podríamos aludir a las situaciones que originan las heridas más espirituales (éstas sí que contienen toda la esencia de una poesía más ortodoxa y convencional); estas situaciones están descritas con hermosas imágenes que reflejan lo que podemos llamar heridas de ausencia o de desesperanza: ‘pena’, ‘naufragio’, ‘noche oscura’, ‘llanto’, ‘triste instrumento del camino’ (bellísima metonimia referida al propio “yo” poético), ‘huracanado’, ‘invierno’, ‘diluviado’, ‘amoroso cataclismo’, ‘agonía’, ‘adiós’...
Decíamos que la vida y la muerte configuran una indisoluble asociación. Está claro que cuando el poeta trata como tema la vida, está tratando también la muerte. Por eso, desde la espléndida paradoja mística del “vivo sin vivir en mí” hasta el rotundo juego de identificaciones e identidades hernandianas, el vivir y el morir confluyen en un único cauce expresivo, tan de inspiración quevedesca como el
Callo después de muerto.
Hablas después de viva.
Pobres conversaciones
desusadas por dichas
nos llevan a lo mejor
de la muerte y la vida.
La muerte es un acontecimiento no lejano a las propias vivencias del poeta (claro que ajeno a las mismas –al menos hasta el 28 de marzo de 1942-, por aquello de que sólo se mueren los otros, como dijera Heidegger), pues mueren tres de sus hermanas, muere su primogénito a los pocos meses de nacer y se le mueren conocidos y amigos, entre los que destacamos a Ramón Sijé, personaje universalmente conocido gracias a la famosa “Elegía” del poeta oriolano. “El fuego de la vida estaba en su alma”, afirma Vicente Aleixandre en carta enviada al poeta canario Juan Maderos en 1946. Él, que tanto cantó a la muerte, calificándola incluso de “muerte enamorada”. Procede recordar el espléndido verso en que Miguel llega a conjuntar conceptos tan expresivos como ‘vida’, ‘hermoso’, ‘penar’, y ‘moribundo’: “¡Ay, la vida: qué hermoso penar tan moribundo!”
Aludíamos a la muerte de Manolillo, de tan sólo diez meses de edad, “consumido por la enfermedad y muerto en un rincón con los ojos espantados y abiertos –estamos citando a José Luis Ferris, página 392 de Miguel Hernández. Pasiones, cárcel y muerte de un poeta-. Esta muerte supuso un mazazo inmisericorde en el corazón de un hombre que amaba a los niños con pasión y que, por entonces, iba sobreviviendo (o sobremuriendo, si se nos permite la expresión), a golpe de desgracia. A Cancionero y romancero de ausencias pertenece el poema “A mi hijo”, del que entresacamos los siguientes versos:
Te has negado a cerrar los ojos, muerto mío,
abiertos ante el cielo como dos golondrinas:
su color coronado de junios, ya es rocío
alejándose a ciertas regiones matutinas.
Hoy, que es un día como bajo la tierra, oscuro,
como bajo la tierra, lluvioso, despoblado,
con la humedad sin sol de mi cuerpo futuro,
como bajo la tierra quiero haberte enterrado.
Este hijo muerto será objeto de una constante pena. En El hombre acecha escribe las siguientes palabras, dirigidas a Neruda: “Pablo: un rosal sombrío viene y se cierne sobre mí, sobre una cuna familiar que se desfonda poco a poco, hasta entreverse dentro de ella, además de un niño de sufrimiento, el fondo de la tierra...”.
Basándonos en los versos anteriores, queremos llamar la atención sobre una dramática coincidencia: también Miguel Hernández permaneció con los ojos abiertos después de haber muerto. He aquí el estremecedor relato del entierro de Miguel:
Amortajado por sus propios amigos, fue conducido hasta el patio de la prisión, donde a media tarde, formada la población reclusa en perfecto duelo, la Dirección del establecimiento permitió que los presos desfilaran ante el poeta y que la banda del reformatorio interpretase la Marcha fúnebre de Chopin. El humilde ataúd fue sacado a hombros por Antonio Ramón Cuenca, Luis Fabregat, Ambrosio, Monera y Pérez Álvarez hasta el exterior del recinto, donde fue entregado a la empresa de pompas fúnebres y a la familia de Miguel. Allí esperaba un modesto coche de caballos y cinco personas: Elvira Hernández, Consuelo (una vecina de aquella), Miguel Abad Miró, Ricardo Fuente y la esposa del poeta. “El largo camino al cementerio –relata Josefina- era de bancales a un lado y a otro. Los campesinos, en el barbecho, se incorporaban apoyándose en los riñones quitándose el sombrero. Muchos de ellos se quedaban largo rato mirando el entierro”. Llegados al camposanto de Nuestra Señora de los Remedios, nadie pudo quedarse a velar el cuerpo de Hernández aquella noche, por ser lugar a donde aún llevaban a fusilar a los presos condenados. Fue a la mañana siguiente cuando se le dio sepultura en el nicho 1009. Abad Miró relata, con evocadora dureza, que él y Ricardo Fuente, antes de introducir el ataúd en el hosco agujero, decidieron “abrir la caja porque no sabíamos si estaba desnudo, si estaba vestido, porque nos lo entregaron cerrado en un féretro [...] me encontré con esa cosa que aún me obsesiona: el cadáver de Miguel era una especie de ninot de falla, tan flaco, tan extremadamente flaco y con los ojos abiertos. Entonces me salió del alma el comentario: “Ni siquiera le han cerrado los ojos”. A la media hora, el director del reformatorio sabía lo que yo había dicho. Y el mismo día llamó a Ricardo Fuente, que era el último que había salido del reformatorio, para decirle que Miguel no tenía los ojos cerrados porque no se le podían cerrar”. Más adelante, José Luis Ferris presenta el parte médico, elaborado y rubricado por Pérez Miralles, en el que dicho médico certifica que Miguel padecía una enfermedad metabólica (síndrome de Kraus) que explicaría dicha circunstancia.
Y ya que hemos citado El hombre acecha, digamos que, durante su composición, Miguel se convierte –según palabras de María Zambrano- en “un hombre vuelto hacia adentro, enmudecido”. Su intimismo se puebla de una visión desalentadora ante tantas heridas, muertes, rencores y odios sin fin. Las dos españas se han declarado la guerra (“Alarga la llama el odio / y el amor cierra las puertas. / Voces como lanzas vibran, / voces como bayonetas”), ha desaparecido el entusiasmo hernandiano y los poemas se tiñen de dolor. Cuando pasa la guerra, los poemas se oscurecen con el desengaño y la tristeza. En la cárcel compone lo que podríamos describir como diario de la desolación, un poemario cercano a la desnudez de la verdad más dura y terrible, que es lo que viene a ser el Cancionero y romancero de ausencias: ha muerto su primer hijo (“Ropas con su olor”, “Negros ojos negros”, “El cementerio está cerca”), ha sido condenado a muerte, conoce la vida de la cárcel, es azotado por una enfermedad médicamente mal tratada y vive en las más absoluta soledad (“Ausencia en todo veo: / tus ojos la reflejan”). Pero por encima de todas las calamidades, quedan el amor y la libertad (“Antes del odio”). La fuerza y la rebeldía de Miguel Hernández comienzan a resquebrajarse y vislumbra un final inevitable en el que canta los pedazos de vida que va dejando en el camino, la agonía hacia la que vuela (“voy alado a la agonía”), la tristeza de las guerras, de las armas y de los hombres. Y en medio de tanta negrura y de tanta sangre (“tiempo que se queda atrás / decididamente negro, / indeleblemente rojo...) la voz nada retórica del poeta se reviste de nostalgia y habla al hijo y a la esposa en el bellísimo poema “Hijo de la luz” (págs. 288 y 289):
Hijo del alba eres, hijo del mediodía.
Y ha de quedar de ti luces en todo impuestas,
mientras tu madre y yo vamos a la agonía,
dormidos y despiertos con el amor a cuestas.
Hablo y el corazón me sale en el aliento.
Si no hablara lo mucho que quiero me ahogaría.
Con espliego y resinas perfumo tu aposento.
Tú eres el alba, esposa. Yo soy el mediodía.
Ha llegado la hora de la resignación (“todo lo he perdido, tierra / todo lo has ganado”, pág. 305). No obstante, los últimos poemas son tal vez los más tiernos y melancólicos de toda la obra hernandiana. Se cierra el ciclo volviendo al amor, porque no hay salvación ni redención posible si no se ama. Aparecen constantemente la amada, el hijo, la infinita añoranza del que mientras se muere a chorros, respira por la esperanza de la inmortalidad. El amor pone alas al poeta: “sólo quien ama vuela”, leemos en el poema “Vuelo”.
Se han cumplido los presentimientos de muerte que sobrevuelan el destino trágico del poeta. Muchos de los acontecimientos que marcan dramáticamente su biografía penetran en la obra y definen a su autor como un ser que casi desde siempre convive con la idea de la muerte, desde aquellas primitivas ceremonias religiosas a las que jugaba desde niño. Dice Odón Betanzos:
Tiene conciencia el poeta del origen de su sino y de su muerte, detalles que se manifiestan de muchas maneras en su obra. Existe en el poeta un recreo en el dolor, en la muerte, como si ya se hubiera acostumbrado a ambos […] Hay palabras que marcan a los creadores. Marcan su voz y su destino. Al expresarlas y escribirlas se perpetúan con la sombra de las palabras pero también les marcan el caminar en la obra. Así, sangre, navaja y muerte en Federico García Lorca, y su muerte fue con sangre; lienzo, tules, campanas de muerte, olvido y en olvido y tristeza murió Bécquer; camino, tan usado por Antonio Machado es por donde sus pasos van al exilio. En Miguel Hernández vulnerar es herir, herir la vida con la palabra misma. Todo acto de creación es intuitivo, por encima del ser y más allá del querer y de la vida misma. En “vuelo vulnerado”, por ejemplo, se vulnera el cielo y, sin quererlo, se atraviesa y corta la vida. Góngora, San Juan de la Cruz van de la mano de Hernández, pero ya el levantino se perfila con su propia voz.
[…]
El poeta nos fue dando signos en su obra para interpretar su sino y su destino en muerte: nueve años de su muerte, en la figura del Hombre, en su auto sacramental Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras, se verá muerto el poeta con los detalles precisos de su propia tragedia […] ¡Venid! ¡Llegad! ¡Cargadme! Aquí estoy muerto y de cuerpo presente.
La poesía de Miguel es agónica y fuerte; parece como si estuviera escrita por un toro que levantara versos de la tierra con la fuerza de un “huracán de lava”. Los versos de Miguel se van dibujando a gritos, porque jamás se resignó al trato que le proporcionó la vida: “No me conformo, no: me desespero”.
Muestro y señalo su poesía concisa, reconcentrada, dolorida, cadenciosa, en filo de vida y en filo de muerte alargada y presentida. Rejas sin mirada de esperanzas, hálito de sencilleces que se filtra y en humanidad infinita se recuesta. Cancionero… que tiene ángeles llorosos, palabra mordida, emoción en respiro. Poesía testimonial del dolor y las ausencias, de la luz que se muere porque se muere la vida. Así de grande es esa poesía que estremece al fuerte y lo hace llorar por las entrañas arriba”.
La obra lírica se articula en torno a instrumentos de muerte. Mientras García Lorca vuelve a Granada con el miedo metido en la sangre, Miguel Hernández lee el poema “Sino sangriento” (págs. 198-201) en una emisora de radio. Como una funesta premonición –que bien pudiera atribuírsele al desdichado de Federico, pasajero del retorno definitivo a su tierra y del viaje sin fin al fondo del valle de Viznar-, el largo poema se construye sobre cimientos de sangre, sobre sementeras de la nada en donde se horroriza un alma color de amapola. Y se hunde en un mar malherido “un planeta de azafrán”, “una nube roja enfurecida”, “un cielo”. Un “dolor de cuchillada” recibió al poeta mientras mamaba leche de tuera y exprimía las espadas. Persigue la sangre al poeta y una fuerza desarrollada por la madre le empuja a la fosa inapelablemente. A la madre tierra ha de llegar herido por los zarpazos de la vida, por borbotones de sangre, dardos de avena, ansias de muerte, hachas, piedras, cadenas, serpientes, alcobas llenas de vacío, de nuevo un puñado de sangre trepadora que crece y se desborda y arrastra y despedaza y hunde y atropella y hiere…. hasta convertir al poeta en un “cadáver de espuma”. Él mismo lo dijo y nosotros, para terminar, lo repetimos:
Me dejaré arrastrar hecho pedazos,
ya que así se lo ordenan a mi vida
la sangre y su marea,
los cuerpos y mi estrella ensangrentada.
Seré una sola y dilatada herida,
hasta que dilatadamente sea
un cadáver de espuma: viento y nada.
[1] “Cierto preso miraba preocupado una fotografía de su hija, que dentro de unos días celebraría su onomástica y para la que no tenía nada que poderle mandar. Miguel, al saberlo, tomó prestada la foto y le dedicó ese precioso poema que se titula “El pez más viejo del río” (...) Para concluir que “esta obra de Miguel (...) expresa magistralmente esa lucha entre el dolor y la alegría del poeta trágico que era. Del grande, dolorido y solitario hombre que fue (...) Así de radicalmente humano era Miguel Hernández” (Buero Vallejo).
[2] Cuadernos hispanoamericanos, nº 230, febrero de 1969
[3] Esta novela, Premio Cuidad de Murcia 1974, fue publicada en Ediciones Marte, Barcelona, 1975.
[4] http://www.elecohernandiano.com/numero%2013/serecuerdo.htm
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